jueves, 21 de febrero de 2013

Praga: monumentalidad bajo formas geométricas fractales que caen siguiendo trayectorias helicoidales.

Me habían dicho hasta la saciedad que Praga es una de las ciudades más bonitas del mundo. Ahora puedo constatar que no estaban exagerando aquellos que me hablaban de la belleza inagotable de la ciudad de las 100 torres.

Nuestro primer día completo en la ciudad dorada ha sido un espectáculo para todos nuestros sentidos. Aunque si hay que destacar uno me quedo con la vista. A la ya de por sí altísima densidad patrimonial de esta urbe se le ha agregado una invitada de honor: la nieve.

Si ya sus rincones, sus calles, sus edificios emanan historia a raudales; esos copos de nieve hexagonales que parecen flotar a merced del gélido aire, acentúan aún más esa monumentalidad vistiéndola de un blanco virginal que me ha hecho casi temblar temeroso de enfermar con el diagnóstico posible más demoledor para un viajero: el síndrome de Stendhal.

¡Qué Dios nos pille confesados! Cuando la naturaleza y la humanidad ofrecen un alarde de simbiosis perfecta, ¿quién está a salvo de caer inevitablemente enfermo tras no haber podido asimilar tanta perfección?

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